La historia ha querido que vivamos tiempos complejos, en los que nos hemos visto obligados a modificar buena parte de nuestros hábitos cotidianos. Cuando, hace un año, nos manifestábamos por esta misma causa, quién intuía que tendríamos que prescindir de lo cercano, del abrazo a los seres queridos o de la simple presencia de muchos de ellos, cuyos cuerpos se despidieron para siempre en la UCI de algún centro hospitalario.

Tras una reflexión interna sobre la conveniencia o no de repetir en este difícil 2021 nuestra convocatoria frente al lobby cinegético, este nos empujó. Porque cuando casi todos y casi todas sufrimos carencias, los cazadores prosiguen ajenos a ellas. Se limitan los viajes, el contacto social, el deporte no profesional o las visitas a los íntimos. Se cierran establecimientos hosteleros, locales de ocio y hasta los parques; pero la caza sigue, inmune a las restricciones, tras el escudo protector de unos privilegios incalificables. Bajo el pretexto vacío del control de las especies, nadie aún la ha acreditado con datos fieles, continúan matando con la complicidad de unos poderes públicos que parecen escribir las normas a conveniencia del negocio de los propietarios de los cotos y de quienes no encuentran mejor forma de divertirse que torturando hasta su fin a otros seres vivos. Andalucía y Castilla-La Mancha, por poner ejemplos de autoridades de distinto sentido político, han promulgado recientemente disposiciones que habilitan la caza como actividad esencial. ¿Desde cuándo la muerte es imprescindible para la vida? ¿Desde cuándo la tortura de los perros, cosificados como meras herramientas, los ciervos o las perdices son elementos de primera necesidad? ¿Desde cuándo el enriquecimiento de los empresarios de un sector o el placer de una minoría es más importante que visitar a tus padres (si habitan, por ejemplo, en otro municipio), que las actividades extraescolares de los críos o que la presentación de una obra de arte?

Llegó febrero y con él, de nuevo, el pánico de los galgos, que volverán a ser abandonados, disparados o ahorcados, según el grado de fidelidad del criminal de turno a las tradiciones más bárbaras. Regresará el recuento de las llamadas presas: cientos, miles o millones según la especie. De nuevo, escucharemos las falsedades de siempre. Que si se trata de un deporte, que si lo hacen por preservar el equilibrio de la naturaleza o que el daño a los perros es causado por los animalistas para crearles a ellos mala prensa. Afirmaciones sin pruebas e insostenibles desde la razón sobre las que se mantiene una actividad en contradicción perpetua con la sensibilidad de la sociedad contemporánea y con los más elementales principios de la lógica. Nadie en sus cabales tortura a quien ama, nadie asesina para preservar, nadie tiene el derecho a restablecer a tiro limpio una concordia natural que ellos mismos destruyen por su interés propio. Los cazadores no son la solución a nada, sino una de las principales causas de la lenta agonía de la poca vida salvaje que aún subsiste.

Con pleno respeto a las normas sanitarias vigentes, pero con la firmeza de quien se sabe defensor de lo justo, un año más salimos a las calles para exigir el fin de la actividad cinegética. Para denunciar que sus argumentos solo son la propaganda de un negocio sanguinario. Para solicitar a las autoridades normas eficaces y no la habitual complicidad con los matarifes.

Febrero; los perros tiemblan ante el cruel destino que les reservaron aquellos a quienes un día consideraron sus aliados. Y de su temblor, nacen nuestros gritos: NO A LA CAZA CON GALGOS, NO A LOS PRIVILEGIOS DEL SECTOR CINEGÉTICO, NO A LA CAZA.

#NoALaCaza7F