UN BOSQUE SIN NOMBRE

UN BOSQUE SIN NOMBRE

Un fuerte hedor, seguido de un escalofrío recorriendo todo mi cuerpo, terminó con mi paseo matinal.

Era un día soleado, me había levantado con especial alegría, el verano rebosaba vida y con él, mi pasión por vivir. Múltiples seres compartían mi caminata haciéndola más agradable y placentera. El monte verde embriagaba mis sentidos.

Cerca de mí, olfateaban despreocupados, como si el mañana no existiera, dos entrañables amigos. Yo bípedo, ellos cuadrúpedos, los tres agasajados por un sol que apenas entendemos.

Al poco de cruzar el río, mis compañeros, guiados por ese sexto sentido que tanto deseamos poseer los humanos, y jamás tendremos, temblaban petrificados, con el rabo entre las piernas, me miraban, quizás buscando una explicación que no podía darles, o simplemente para sentirme cerca.

A mi alrededor, las hojas ya no eran tan verdes, el canto de los pájaros sonaba a un triste adagio, a despedida y fin.

Mi dolor se materializó en una cronestesia atemporal convertida en un Upsala eterno.

<< Decenas de cadáveres, algunos apenas sin oportunidad de llegar a ser mujeres ni hombres, colgaban de centenarios y majestuosos árboles, algunos sin ojos, otros sin extremidades, todos me observaban y chillaban.Sentía frío, el sol me había abandonado, haciendo más gélidas las gotas de sangre que recorrían mi cuerpo desnudo. Mientras anudaban la áspera cuerda a mi cuello descubrí que mis mejores amigos estaban siendo atravesados desde el ano hasta la boca, por un afilado hierro, giraban y giraban. Risas y olor a quemado fueron las últimas sensaciones que sentí antes de caer en el letargo del que ya no desea entender, solo morir>>

El hedor me devolvió al presente, un compañero colgado por una soga ensangrentada, me miraba y parecía chillarme.

Aún aturdido, incrédulo. Me acerqué despacio a su cuerpo inerte, cerré sus ojos y su boca cubierta por una capa pardusca de sangre y babas secas.

El sonido de mis uñas rasgando la cuerda que aprisionaba su cuello, ahogaba el viento, que un intento de ayudarme, calmaba el dolor de mis dedos, de mi corazón.

Cinco minutos de nuevo, cinco minutos para acabar lo que otro humano sin empatía ni conciencia comenzó. Viviendo cada instante de su dolor, el miedo al ser elevado, los primeros gemidos de desesperación, como el calor se sube a la cabeza, los oídos dejan de funcionar y parece que van a explotar, las patas se vuelven piedras que cortan los músculos. Todo esto hasta perder el conocimiento ante la falta de oxígeno en los pulmones, terrible agonía el «bailar sobre la cuerda» en un intento desesperado por salir del propio cuerpo, hasta terminar asfixiado.

Al finalizar de cavar, me derrumbé, caí de espaldas sobre el montón de tierra que iba a ser la última morada de mi compañero. La soga rasgada aún se movía, recordándome que en algún otro lugar, no muy lejos de allí, a otro compañero, se le estaría anudando otra cuerda al cuello.

De nuevo llantos, ya no distinguía si provenían de mi cuerpo, de mi mente, o del cadáver que yacía a mi lado. Mis inseparables amigos, que habían vivido todo el proceso con la tristeza y curiosidad que se siente ante la muerte de un igual, arrastraban un saco marrón y sucio. Al abrirlo, varios ojos observándome asustados.

– No tengáis miedo, ya tenéis una familia- les susurré mientras sus pequeñas y gráciles lenguas me daban la bienvenida a su nueva vida.

Relato: Sergio M.

Dibujo: Chema Lera