Los ojos, pese a su aparente fragilidad, atesoran tanta fuerza que en ocasiones su mirada fija nos resulta imposible de aguantar.

Recientemente visité “Bioparc Valencia”, un parque zoológico denominado de última generación que se nos presenta, en pro de la conservación animal, como el mejor hábitat que pueda existir en cautividad y en pleno casco de la ciudad. Reconozco que aquella mañana brillante y olorosa de primavera, paseando plácidamente por los diferentes ambientes de Bioparc, llegué a pensar que sus inquilinos eran verdaderamente felices en esa suerte de puzle de decorados invisibles y sin solución de continuidad, que reproducían, admirablemente, los paisajes originarios de cada especie con la máxima fidelidad.

Pero algo extrañamente singular me aconteció al llegar a la zona de los gorilas que, aunque separados por un grueso cristal, se pueden contemplar a menos de dos palmos como así hacen los tropeles de bulliciosos niños que, llevados por sus colegios, no dejan de mirar, chillar y gesticular frente a esos grandes simios que parecen acostumbrados a que les imiten un día tras otro, otro tras uno, reiteradamente y siempre de manera grotesca e igual.

Al llegar a la altura del patriarca de la comunidad, un espalda plateada, sentí un escalofrío agudo que me hizo tambalear cuando sus intensos e inquietantemente humanos ojos negros se clavaron en los míos para calladamente anunciarme que él también tenía derecho al uso de su dignidad. Dignidad perdida, en esa exhibición bochornosa de feria postmoderna, que disfraza una cárcel de lujo para seres vivos, cuya condena penan solo por ser distintos a los humanos, precisamente lo que los humanos denominan como “discriminar”.

Acto seguido, cogiendo pausadamente del suelo, con su inmenso brazo derecho un puñado de astillas de madera me las arrojó ceremoniosamente siendo detenidas por el cristal, como muestra disciplente de su intención de parecer tonto, sólo por él quererlo, pero no por realmente serlo, y menos todavía por ninguna imposición de una especie de reciente incorporación a la biosfera terrenal que se cree superior a todas.

Mis ojos, avergonzados, no aguantaron su mirada y se llenaron de unas lágrimas secas que todavía duelen en mi pesar. Es bien cierto, que a mi peludo interlocutor visual no lo volveré a visitar, porque yo no me lo merezco y él se merece mucho más.

“La mirada que no pude aguantar”, de Antonio J. Alonso. Publicado en “El blog personal de Antonio Business Coaching” .